viernes, 16 de enero de 2009

La senda de la concordia


Rashif, nuestro mulero ajusta la grupa de mimbre del que será nuestro rocinante, porteador de los bultos que vamos moviendo por estas remotas tierras altas a través de una senda pedregosa, de aspecto lunar, que nos lleva hacia los 3.200 metros de altitud. Serpentea embriagada de felicidad, transitada por las sonrisas frescas de los niños bereberes y los curtidos rostros al sol de sus agricultores para dar la última pincelada a este crisol sus féminas, cuya sonrisa y figura es el mayor de los secretos guardados en Marruecos.
Ganaderos, vendedores, pastores, muleros, cascos de refrescos colgantes de cordeles al relente de alguna sombría acequia… y mulas que portan agua embotellada allí arriba, carne y pollos para cocinar… todo en una constante y perpetua caravana de vida que parece no querer cesar jamás…como salida de las mismísimas fuentes del Nilo, fuente de la eternidad. Y es que la montaña más alta del norte africano despierta un gran interés entre montañeros, capaz de movilizar toda una acertada logística casi matemática, articulada desde el pueblo bereber de imlil, sin dejar impasibles también a grupos de homo sapiens turisticus y algún que otro homo no sapiens donde me encuentro.
Sidi Chamoruch, de origen preislámico y centro de peregrinación ha pasado a convertirse en una de las paradas obligadas hacia el refugio del Toubkal. Sus improvisadas terrazas desvirtuan el carácter sagrado para el que fue concebido inicialmente.Por ello continuamos para secar el sudor algo más arriba. Yo al menos y a título personal lo disfruto observando el *marabout ( enorme piedra encalada) desde la colina con un buen trago de agua fresca, para coger carrera e intentar pasar como el viento, desapercibido entre los puestos de telas y tenderetes que no hacen más que romper el perfil de su hostil paisaje..., pero claro está … no sólo de pan vive el hombre.
Nuestro mulero sin duda sería el mejor de los sprinters en el tour de Francia, despuntando al más puro estilo de El chaba en la montaña con su bicicleta de cuatro patas alforjada, de ojos almendrados y negro azabache… dejándonos atrás desprovistos de nuestros enseres, comida y agua que sigue porteando durante las arduas cinco horas que nos separan del refugio hasta hacer despertar a la dueña de estas tierras con su rostro más bello… la luna.
Una vez allí... fielmente nos aguarda, depositados ya nuestros bártulos en tierra, mientras nuestras almas se dejan ver desde la lejanía avanzando entre una fina senda en medio de un pedregal despuntado de finas cumbres nevadas que amenaza la niebla.
Nos “espera” el primo de Brahim; Brahim Ait Elkadi, le gardien du refuge, su ayudante Mahdi…, un grupo de polacos, Peter de Irlanda y su amigo suizo, estos últimos grandes entendedores de los caldos españoles desde la rustica sangre de toro hasta el paladar de un rugoso rioja. También Xavi del Puigcerdà…, Armaud de Francia... Claro está, no los conocíamos… pero parecían esperarnos, como nosotros a todos los que iban llegando, esa es la grandeza de la montaña, que siempre hay alguien que te está esperando para… comer, compartir o presentar nuevos planes que puedan variar la ruta de tu viaje.
Pablo, Clemente y yo ascendíamos los 4.197 metros del Yebel Toubkal el segundo día en aquella montaña con la que habíamos soñado una vez. Desde sus collados se elevaba con la majestuosidad de un coloso de pose impertérrita. Desde su vértice, el lomo herido de un dragón que parecía furioso… contorsionándose, jalonado de picos acariciados por el viento y la nieve. Desde allí arriba y levantando la mirada… el cielo se abría y el horizonte parecía querer curvarse entre sol y el frío mientras aquel onírico réptil buscaba perder su hocico barbado entre el horizonte en busca del mar.

Unos días más en la cordillera nos permitió seguir explorando valles..., contemplar las costumbres de sus gentes..., además de conocer nuevos collados, picos y agujas desde donde observar las vertientes de el Atlas durante el tiempo que duraron cuatro medias lunas de té, dátiles, sésamo y almendras en la suit más perfecta de sus noches abiertas al cielo.

Uno siempre termina por dejar un refugio con pena, empiezas a despedirte de esos grandes “desconocidos” con los que has compartido un día, dos, tres, cuatro…cinco… y que después acabas encontrándote de nuevo en algún zoco... junto con antiguos compañeros de taxi que te tocan la espalda en el centro de alguna medina, para entonces una extraña sensación parece querer inundar tus labios con una agradable sonrisa por ese encuentro que fue tan efímero como la chispa de una cerilla pero tan vital como su llama.

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